Es una tradición “castiza”
criticar en torno a la barra de un bar, pero no mover un dedo por cambiar lo
criticado. Diría más: más que una tradición, es un rito. No hay reunión en la
que no se “raje” contra el gobierno local, autonómico o nacional
(evidentemente, también en éstos momentos contra el parlamento europeo),
terminando las frases con un “es lo que hay” o “todos son igual”, o incluso el
consabido “tenemos lo que nos merecemos. Ni es lo que hay, ni todos son iguales
y, por supuesto, ni yo ni mis hijas ni los hijos de las personas decentes
tienen lo que se merecen.
La dominación es un
instrumento que, pese a no ser valorado de forma tangible, se utiliza por parte
del poder para “legitimar” su estatus. Desde la utilización de los medios de
comunicación para transmitir mensajes y, por lo tanto, crear opinión, hasta
modificar las leyes, adaptándolas a determinados intereses ( que no son
inocuos), y así conseguir una aceptación ( o sumisión) al mandato dado de las
estructuras de poder, pese a los discursos sobre la libertad y la democracia.
No es una novedad que la
brecha entre ciudadanos y representantes es cada día más grande. Es más: desde
los albores de la democracia tutelada (en sus principios, por la jerarquía
superviviente al franquismo y en la actualidad, por los mismos, por las mismas
instituciones y por los mismos poderes fácticos encarnados en las
multinacionales y poderes financieros) el ciudadano no se ha visto
suficientemente representado por los electos. Bien es cierto que en los
primeros pasos del incipiente régimen de libertades, valía la pena posponer
algunos objetivos en beneficio de un transito más o menos ágil y pacífico hacia
la democracia que, aunque liberal, al menos estaba infinitos escalones por
encima del régimen de terror impuesto por el fascismo y sus aliados (no
olvidemos que para el mantenimiento del régimen cuarenta años, fue necesaria la
colaboración inestimable de instituciones como la banca, la iglesia, etc) .
Pero la posible brecha inicial se ha tornado abismo.
El silencio, pese a ser en
ocasiones atronador, no es un argumento que consiga cambiar las cosas que
criticamos en el anonimato de la barra del bar o del encuentro lúdico; el
silencio nos hace cómplices de una situación que, pese a los mensajes
propagandísticos (más allá de la coyuntura) configura un futuro oscuro e
incierto para millones de personas de todas las edades y ámbitos sociales.
Principalmente, para los jóvenes, que en su mayoría (¡bendita minoría ruidosa!)
aspiran únicamente a sobrevivir, más allá de cualquier proyecto de vida que
pudieran tener pensado para ellos sus padres. La realidad nos dice que, o se
mueve la estructura social, o la superestructura no variará un ápice su
estrategia criminal que condena a la pobreza económica, social y cultural a
millones de futuros ciudadanos (en ese futuro, el concepto de ciudadanía habrá
sido definitivamente sustituido por el de “consumidor” o , en su caso,
“contribuyente o votante”).
El único instrumento que
tenemos en nuestra mano es la papeleta del voto que, a pesar de su
“cuatrianualidad”, es útil para cambiar los gobiernos y, acertando, la realidad
y el futuro a medio plazo. No hacer uso del voto, es callar dos veces: la
primera cuando pisotean nuestros derechos, y la segunda, cuando pisotean los
derechos y el futuro de nuestros hijos e hijas. De ahí la importancia de
superar “la pereza” e incluso esa perversa cantinela de “total, un voto más o
menos”.
No podemos seguir siendo
sujetos pasivos, no podemos seguir asistiendo a la construcción de una sociedad
que se nos impone a través de los más sutiles métodos pensando que las
estructuras de poder nos son ajenas: no lo son, son nuestras, y debemos
tomarlas a través del único instrumento que a día de hoy tenemos. Pero, después
de ejercer ese único derecho, tenemos que asumir la responsabilidad del acto (
que no es baladí ni insignificante pese a la brevedad): exigir nuestros
derechos, levantar la voz contra aquel o aquella que se considere ( por el mero
hecho de ocupar un cargo público) por encima de la sociedad. Ni los gobiernos son algo ajeno, ni los
partidos que los sostienen lo son tampoco, pues el segundo paso es participar
activamente en ellos, tomando sus estructuras para cambiar los cimientos de la
democracia.
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