A excepción de los recalcitrantes tradicionalistas, cualquier persona que se considere demócrata está dispuesta a debatir sobre la laicidad del Estado y, evidentemente, de sus instituciones. El debate se produjo en el Pleno Municipal, pero a medias. Parece ser que, cuando se topa uno con la iglesias, la bisceralidad puede a la razón y los ánimos se templan. Es algo poco lógico y que, en mi opinión, es una reminiscencia del pasado más negro de nuestro país: la imposición religiosa por decreto.
Lo que se pide, en principio, no es que las procesiones y manifestaciones religiosas sean prohibidas, sino que los cargos públicos no participen en ellas como tales, sino a título privado. Cuando uno o una es elegido, sea la lista la que sea, no representa únicamente a un sector o clase social, sino que defiende, en principio, los intereses colectivos de la totalidad de ciudadanos y ciudadanas, sin distinción de culto. Es por esto, que por respeto a las diferentes formas de entender la religiosidad, el culto debe ser algo particular, privado e individual y nunca algo institucional por muy tradicional que sea el acto que se celebre.
Determinadas tradiciones fueron suprimidas del ideario popular por su salvajismo, así que, apelar a la tradición no le da a la misma patina de aceptable o asumible.
Lo único que quiero expresar es que, cualquiera puede profesar la religión que considere pero a título individual, como persona y no como cargo.
No pasa nada por discutir de éstas cosas; es algo saludable para la vida social y política pues sitúa a cada uno en el lugar que, ideológica y culturalmente le corresponde.
Salud y Socialismo.
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