¡Por fin!, pensarán algunos y algunas: ya han pasado las
elecciones generales. Los discursos y las arengas a los votantes ( potenciales
o hipotéticos, fieles o díscolos) dejan paso a análisis de todo tipo y para
todos los gustos. Lo cierto es que, la máxima del “pueblo ha hablado” es una
realidad. Y lo ha hecho con muchas voces: ahora falta que las voces se pongan
de acuerdo.
Los grandes derrotados, si no se da la posibilidad de un
acuerdo que posibilite la formación de gobierno, no serán las tácticas más o
menos explícitas de los partidos contendientes, sino la ciudadanía. Ir a unas
elecciones nuevamente conviene, en mi opinión, únicamente a las tácticas que
unos y otros tienen al respecto de sí mismos olvidando esas ilusiones o
expectativas de cambio, regeneración y justicia que muchos y muchas ( con
diferencias, con matices) compartimos.
Al igual que ocurrió en las elecciones municipales, la
fragmentación ( o la pluralidad) en cuanto a la representación es, por un lado,
la expresión de un descontento y la agregación de éste a unas opciones
políticas, principalmente Ciudadanos y Podemos: uno por el centro derecha y
otro por la izquierda. Y por otro, la constatación de que la estrategia de
conservación, principalmente de la izquierda tradicional (considerando como tal
a PSOE e IU) desarrollada durante décadas, ha creado una desafección de la que
se han aprovechado legítimamente otros.
En el caso del PSOE, haber hecho oídos sordos a las voces
que desde la calle pedían más democracia ( en todos los sentidos y hacia todas
las direcciones), más derechos y menos privilegios ( económicos,
institucionales o judiciales), ha propiciado que la equidistancia política con
los potenciales votantes e incluso simpatizantes ( y militantes) les haya
situado en una complicada pero no irresoluble situación. En cuanto a Podemos,
podríamos decir que se da el caso a la inversa: recoger ese discurso popular y
construir una alternativa política en torno al mismo y, por consiguiente al
sentimiento de abandono que la ciudadanía venía sintiendo, ha propiciado la
emergencia de un movimiento de izquierdas, pero sin lastres simbólicos y sin
élites previas marcadas por un pasado institucional que arrojarles a la cara.
Pero, el diagnóstico del porqué sirve de bien poco en la situación en la que
nos hemos situado, pues aparentemente las estrategias, pese a ser diferentes y
divergentes, coinciden en algo: unos, por querer conservar, y los otros, por
ocupar el espacio.
El entendimiento es posible si la voluntad existe más allá
de las tácticas a medio y largo plazo que parecen subsistir tanto en unos como
en otros. Pero éste entendimiento será imposible si se anteponen, a los intereses
que dicen defender, líneas rojas inflexibles: o por mantener cuotas de poder, o
por conservar las ganadas. Las líneas rojas deben suavizarse pues el diálogo
que han mandatado las urnas ( creo, pues si las urnas han jugado a favor de un
supuesto frentismo entre el “a mí me toca ahora o a yo tengo la legitimidad
histórica”, el fracaso ya no sería de los actores políticos sino de quienes les
sustentan) se basa en el entendimiento, y éste, en la cesión, premisas básicas
para el acuerdo.
No obstante, queriendo ser optimista, soy realista. Y éste
realismo me lleva a leer entre líneas los primeros mensajes que los líderes (
tradicionales o emergentes) lanzan, más que a la ciudadanía, entre ellos. Y estos
mensajes son, aparentemente, trincheras irrenunciables, por lo que lo del
entendimiento y el acuerdo parece, por lo menos difíciles.
Muchas cosas deberían cambiar, empezando por el carácter”
protopresidencialista” que algunos
líderes ( tradicionales y emergentes) asumen: las bases y la ciudadanía seguro
que tienen algo que decir.
Pero insisto: si la voluntad no es trabajar por los derechos
y la democracia, y sí en pos de objetivos hegemónicos (mantenerlos o
conseguirlos), flaco favor se estaría haciendo a quién y qué se dice defender: acabar con el austericidio
que la derecha ha impuesto, y profundizar en la justicia social y la democracia
o, ¿de qué estamos hablando?.
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