Uno de los grandes
logros del neoliberalismo imperante ( desde la política hasta las relaciones
entre las personas, pues uno de los fines del sistema fue y es potenciar el
individualismo como valor primordial e imperante no solo en lo referente a lo
económico, sino incluso en las interrelaciones personales) ha sido la
anteposición de los pseudovalores ( individualismo, egoísmo, consumo en función
de necesidades impuestas y no de las reales) a los valores colectivos ( apoyo
mutuo, solidaridad, justicia social). La desideologización, como acto de
liberación tendente a conceder el pleno y libre albedrío del individuo, ha sido
otro de los pilares sobre los que se ha construido la sociedad que actualmente
sufrimos. El franquismo, herencia de la que no nos hemos liberado ( en su
contenido más sutil de moldear la voluntad popular sobre las bases del miedo en
multitud de aspectos sociales, económicos e incluso espirituales), influyó en
la construcción del actual sistema político que, según los insignes próceres,
“ha sido uno de los mayores logros de la transición” ( inmodélica, incompleta,
tutelada). Pero lo que realmente se logró, pese a las concesiones limitadas (
libertad de opinión, que de nada sirve si la parte “mandataria” no tiene la
voluntad o la obligación de escuchar; la libertad de expresión, limitada y
manipulada por los medios de información al servicio de determinados intereses
económicos; libertades y derechos formales, que ya en nuestra constitución
formaron parte eufemísticamente de la parte dogmática siendo en la actualidad
los referentes a derechos sociales y económicos poco menos que papel mojado)
fue garantizar la pervivencia de un régimen de representación indirecto y
autocontrolado por los propios designados como “mandatarios”. Esto alejó desde
un principio a la ciudadanía de los asuntos públicos, dirigiéndola de forma
clara a la conformación de una sociedad de consumo donde los derechos de
ciudadanía han sido sustituidos por derechos de “consumidores” o de “clientes”
o de “contribuyentes”, eufemismos empleados para consolidar el papel gregario
de la sociedad civil frente a la superestructura institucional.
De ahí, el
sentimiento de hastío de la sociedad hacia la nueva clase surgida ( aunque
únicamente era continuadora): la clase política ( nueva estructura de élites
surgidas de lo que hoy llamamos partitocrácia, a los que Luis G. Llorente denominó,
después de la deriva oportunista encabezada por Felipe González, “sindicato de
cargos públicos”).
Decir hoy que se es
apolítico es integrarse de forma voluntaria y sumisa en esa “mayoría
silenciosa” de la que tanto se vanaglorian los mandatarios gubernamentales: esa
mayoría silenciosa que, pese a rezongar en la intimidad o en pequeños círculos
de opinión de taberna, se quejan amargamente del presente, metiendo en el mismo
saco a todos, porque todos son “lo mismo” ( efectivamente, casi todos
representan la defensa del mismo sistema económico, y por lo tanto del mismo
sistema de valores individuales enfrentado a los colectivos). No obstante, las diferencias históricas deberían servir, si no de guía, si de referente en la necesaria reflexión que la sociedad exige, o al menos pide como "gesto".
Al poder
político-económico no le interesa que la población ( no hablaremos de la
ciudadanía pues sería un estadio avanzado y comprometido con los valores que la
definen) participe, opine y se organice. Lo que interesa a la “estabilidad” y,
por ende a los “intereses del estado” ( que ellos se arrogan representar por
encima de los intereses de los invisibles: pobres, miserables cultural, social
y económicamente…) es una sociedad que acepte el enfoque bidimensional en las
cuestiones públicas. Esto es: que los actores disputen políticamente en
determinados asuntos e impidiendo esta disputa más allá de los controles
establecidos por el poder mismo. Que acepte que la opinión de los mandatarios
“siempre” estará por encima de los mandatados, siguiendo los tres componentes fundamentales
del poder político: la fuerza, la influencia y la autoridad.
Si nos sentimos
apolíticos es porque la influencia de la política de la falsa libertad, de la
manipulación y la demagogia aceptada como discurso, ha sustituido nuestra
propia capacidad de razonar. Ahí uno de las principales cuestiones para
combatir esa “mayoría silenciosa apolítica”: la educación.
Somos tan apolíticos
que no nos indigna que a nuestros hijos e hijas les estén condenando a ser como
la mayoría de la sociedad actual: ignorantes y, por lo tanto, manipulables,
influenciables y utilizables. No nos indigna que los legisladores a los que una
pequeña parte de la sociedad con derecho, ha votado ( no nos olvidemos que a
esa cacareada mayoría absoluta de la que presumen y que, según ellos, les da la
legitimidad, habría que restarle un alto tanto por ciento de votantes
silenciosos ,sector que, desde el descreimiento y la negación de su propia
responsabilidad, delega sin votar, algo que indirectamente beneficia a los
mandatarios cuyo papel ha sido estipulado como alternantes en el poder) tomen
decisiones que hipotecan la vida de nuestros hijos y nos sumen progresivamente
en la miseria más denigrante: como seres humanos y como seres colectivos.
La mayoría
silenciosa que ha puesto de moda el Sr. Presidente del Gobierno y sus
correligionarios es un arma peligrosísima en manos de un poder que, lejos de
representarnos, nos subyuga y nos condena, eso si: en nombre del interés
nacional.
Combatir esa mayoría
silenciosa, esa apatía interesada, es uno de los retos que la política tiene.
De ahí las voces que exigen un nuevo proceso constituyente, pues implícitamente
se considera la actual situación como fruto de un proceso que, sino fracasado,
si se considera agotado.
El mantenimiento del
apoliticismo basado en la sobrevaloración mediática de la “mayoría silenciosa”
como virtud social, ha de combatirse desde las ideas, recuperando el sentido
pleno de la democracia como instrumento de participación cotidiana. Desde la
influencia de la sociedad, o de la parte más consciente de la misma, en las estructuras corporativas actualmente
negadas incluso a la militancia de número ( no a las élites). Hay que reenfocar
los objetivos más allá de las corporaciones transnacionales y desde las
necesidades de entes tan fantasmagóricos como los mercados (especuladores) representan el condicionamiento de la decisión delegada.
La practica de la
democracia debe ser lo suficientemente dinámica y coordinada ( no manejada en
la línea de lograr imponer un criterio o idea en línea de un interés ajeno a lo
colectivo) como para ganar progresivamente adeptos y participantes cuyo
objetivo no sea, ni integrarse en la estructura partidaria por interés
individual, ni defender particularmente la individualidad o lo sectorial frente
a lo común. Esa práctica debe partir desde abajo, desde las estructuras más básicas
de la sociedad: el barrio, la comunidad de vecinos, la asociación social o
cultural.
Evidentemente el
resultado no puede esperarse esperanzador desde el primer momento: luchar
contra años de silencio y apatía es una ardua tarea cuyo resultado no puede
esperarse de forma inmediata. Este objetivo a medio y largo plazo es esa “mirada
larga” de la que actualmente carecen las organizaciones tradicionales. Ese
trabajo pedagógico que responde a compromisos ideológicos y no a intereses
coyunturales o personales.
Desde ahí, podremos
mirar hacia delante con un cierto optimismo en la transformación, desde esa
sociedad apática y anestesiada por los poderes de persuasión y sumisión, a una
sociedad crítica y comprometida. Ese podrá ser el comienzo de un nuevo
proyecto, de una ilusión, de un futuro.
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