JUAN-JOSÉ LÓPEZ BURNIOL**
Suele leerse en las síntesis de Historia de España ésta o parecida frase: "A comienzos del siglo XX, España tenía cuatro problemas: el religioso, el militar, el agrario y el catalán". Cien años después, los tres primeros se han resuelto o diluido, pero permanece incólume el cuarto, que, al condicionar de forma determinante la vida pública española de la última centuria, merece ser designado -más que como el problema catalán- como el problema español. La prueba de ello está en el hecho de que cada vez que España se libera de la ortopedia dictatorial que compensa la congénita debilidad de su Estado, el problema fundamental a resolver al tiempo de redactar la Constitución es el de la estructura territorial del Estado. Así sucedió en los albores de la II República, tras la dictadura del general Primo de Rivera, y al inicio de la Transición, tras la dictadura del general Franco.
La fórmula ideada por la Transición para encauzar este problema fue incluir en el pacto constitucional originario el diseño básico del Estado de las Autonomías. En el bien entendido de que este pacto ponía en marcha un proceso dinámico, consistente en una progresiva redistribución del poder político, concorde con el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y respetuoso con la cohesión social y la solidaridad interterritorial. Un proceso que habrá de culminar en una estructura política federal. Un proceso, por último, que no puede abortar una de las partes sin infringir el pacto constitucional originario.
La fórmula, como todas las transacciones, fue fecunda y ha contribuido durante un cuarto de siglo a dar vida a una de las etapas más venturosas de la historia de España. Pero, llegado el momento de dar un paso adelante en el desarrollo del Estado Autonómico, se inició la ceremonia de la confusión. Unos se enrocaron en una defensa numantina de la intangibilidad constitucional, invocando el nombre de España para preservar su posición de privilegio; otros precipitaron la reforma estatutaria, sin percibir que no se puede excluir a media España de una reforma que, por ser fruto del pacto constitucional originario, requiere el concurso de todas las fuerzas que alumbraron aquél; y hubo quien, por último, prometió lo que no debía, procedió con ligereza insólita y ha terminado por mirar hacia otro lado cuando las letras comenzaban a vencer. No obstante, este despropósito tiene unas raíces hondas, que nadie me había dejado tan claras como lo hizo, hace meses, un español anónimo. En efecto, este verano, al día siguiente de una cena de agosto, un asistente -colega castellano de mi quinta, que trabajó muchos años en Cataluña y regresó luego a su tierra- me envió esta nota:
"Ayer no hablé cuando salió el tema de Cataluña. No tenía nada que decir. Hoy, sin embargo, te remito tres observaciones -ni tan sólo ideas- a lo que se dijo. Son éstas:
1. El debate España-Cataluña es tramposo por ambas partes. Admito que es tramposo por parte de España, ya que buena parte de los españoles no ha asumido que el Estado de las Autonomías es el embrión de un Estado federal que habría de desenvolverse hasta consolidarlo, y lo ven como un subterfugio con el que dar largas a las aspiraciones de autogobierno catalanas. De ahí vienen la inercia centralizadora de la Administración, la erosión de competencias por la vía de la legislación básica y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, etc. Pero admíteme también que buena parte de los nacionalistas catalanes tampoco juega limpio, porque, por debajo de la su secular ambición de refaccionar el Estado, ha latido siempre una soterrada aspiración a la independencia.
2. No hay federalistas ni en España ni en Cataluña. Es frecuente oír en Cataluña que resulta imposible la consolidación de un Estado federal por la falta de federalistas españoles. Lo admito, si bien añado que tampoco hay muchos en Cataluña. En cuanto rascas un poco, te encuentras con que lo que pretende la mayoría de los llamados federalistas catalanes es una especie de relación bilateral Cataluña-España, bajo la que se esconde una implícita aspiración confederal.
3. Hay un recíproco y grave error de raíz. Muchos españoles no aceptan que Cataluña sea una nación, es decir, una comunidad con conciencia de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad de proyectarla al futuro mediante su autogobierno. Y, a la recíproca, muchos catalanes niegan a España como nación, reduciéndola a la condición jurídica de Estado -Estado español-, cuando lo cierto es que -como tú dices- es "una nación de tomo y lomo, con una mala salud de hierro". De lo que se desprende que el conflicto histórico entre España y Cataluña es el choque frontal de dos naciones: una que no ha tenido fuerza para absorber a la otra, y otra que no ha tenido fuerza para desligarse de aquélla.
Si los españoles tuviesen coraje, desarrollarían el Estado Autonómico en sentido federal (Senado, organismos de colaboración verticales y horizontales, concreción de las competencias federales a ejercitar por la Administración central), dejando la puerta abierta para que pueda marcharse la comunidad autónoma que así lo quiera. Y, si los catalanes tuviesen coraje, concretarían lo que quieren y pondrían los medios para conseguirlo, sin renunciar a nada con el pretexto de que "Madrid" no lo permitirá. Nunca más volverá a subir por las Ramblas una bandera de la Legión con la cabra al frente."
Comparto este análisis. Y lo hago con hastío y pena, porque pienso que -sin ponderar sus respectivas culpas- ambas partes se cierran, cada día más, a una solución transaccional que, en aras de sus respectivos intereses, alumbrase un proyecto compartido. Por ello, como ha escrito Josep Ramoneda, "ha llegado ya el momento de plantear las cosas sin rodeos: Cataluña quiere más poder y España no quiere dárselo. Quizá afrontar el problema directamente, sin eufemismos, facilitaría el entendimiento".
Así las cosas, hay que tener presente que el trozo de tierra que se extiende del Pirineo a Tarifa y del Finisterre al "cap de Creus", dejando al margen Portugal, sólo puede articularse políticamente de cuatro maneras: (1) Como un Estado unitario y centralista, que no llegó a cuajar y ya nunca será. (2) Como una Confederación o un Estado federal asimétrico, que acarrearían la cantonalización y subsiguiente destrucción del Estado. (3) Como un Estado federal simétrico (si bien con diverso contenido competencial), del que el Estado Autonómico es embrión. (4) Y como diversos Estados independientes.
Lo que significa que, en la práctica, las opciones se reducen a dos: Estado federal o secesión. ¿Cómo hacer posible esta disyuntiva? Es precisa una reforma constitucional que sólo puede ser abordada tras un pacto previo entre el partido que esté en el gobierno y el primer partido en la oposición, es decir el PSOE y el PP, el PP y el PSOE. Un pacto abierto a los otros partidos que quieran sumarse. Ahora bien, para emprender esta senda hace falta vista larga y coraje. Algo que hoy no abunda.
Termino. Rechacé en su momento la deriva confederal del proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña; consideré luego como un fracaso político de primera magnitud que este mismo Estatuto, aprobado en referéndum tras su criba por el Parlamento español, fuese impugnado ante el Tribunal Constitucional; y afirmo ahora que, dada la naturaleza política del gravísimo contencioso que subyace bajo estos hechos, el problema subsistirá incólume cualquiera que sea el alcance de la sentencia. Se ha sobrepasado ya el punto de no retorno: la desafección de unos, el hastío de otros y la falta de un proyecto compartido por todos hacen que la cuestión deba plantearse -antes o después- en toda su radicalidad, de un modo semejante a como se hizo en Canadá: federalismo o autodeterminación. Los que ofician de realistas dirán que esto es un dislate. Yerran: Dios ciega a los que quiere perder.
**Juan-José López Burniol, notario, es miembro de Ciutadans pel Canvi
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