Antonio García Santesmases
Durante años se entendió que la transición española a la democracia era ejemplar por haber sido capaz de echar al olvido los agravios del pasado. A partir de un determinado momento - que yo creo podemos situar a mitad de los años noventa - esta percepción comenzó a cambiar. Hacer una breve genealogía de este proceso puede ayudarnos a comprender los problemas que suscita en España el tema de la memoria y la disputa en torno a la percepción del pasado que se da en nuestro país. No existe ningún país en el que se de una visión compartida e indiscutible acerca del pasado pero hay interpretaciones claramente hegemónicas. No es el caso de España. En España compiten al menos tres grandes discursos acerca de nuestro pasado, discursos que operan a la hora de enjuiciar la necesidad de proceder a recuperar trozos de la memoria perdida acerca de ese mismo pasado.
I - ECHAR AL OLVIDO
Podríamos decir que la primera etapa cubre desde la muerte de Franco hasta el final del gobierno del PSOE en marzo de 1.996. Son casi veinte los años que incluyo en este período y por ello ya adelanto que habría que realizar un esfuerzo por diferenciar distintos momentos pero me parece que subyace en todo el período un hilo conductor. Todo comienza, a mi juicio, con el triunfo de la reforma política y la imposibilidad de llevar a cabo una ruptura democrática. Recordemos que los planteamientos de la oposición democrática hablaban de realizar un gobierno provisional que planteara un referéndum sobre la forma de Estado y abriera la posibilidad de un proceso constituyente. Al fracasar la ruptura el cauce que se siguió implicó elaborar la Constitución del 78 a partir de unas elecciones que no estaban convocadas como elecciones constituyentes.
Esas Cortes que no eran constituyentes tomaron algunas medidas para evitar perturbaciones a la hora de la elaboración del texto constitucional; todo el proceso se realizó controlando al máximo el debate y evitando cualquier autonomía de los propios diputados. Se optó por la elección de una ponencia constitucional que elaborara el texto en un régimen de silencio y de ocultamiento a la opinión pública hasta llegar a un acuerdo. Concluidos los trabajos de la ponencia se procedió a un debate en la comisión del congreso de los diputados y en el senado; un debate en el que las intervenciones estaban controladas por los portavoces de los grupos parlamentarios.
La importancia dada al monopolio de la voz y a la disciplina de voto estaba fundada en la necesidad que tenían las élites políticas de controlar el proceso, de evitar lo ocurrido en la segunda república donde era muy difícil mantener acuerdos dada la personalidad indómita de los diputados de las cortes republicanas (recordemos todos los avatares vividos en torno a la cuestión religiosa que provocaría la dimisión de Alcalá Zamora como presidente del gobierno y el acceso a la presidencia del consejo de ministros de la gran revelación de la Republica, del político más capaz de aquellos años, de Manuel Azaña)
Este proceso de control de las deliberaciones para propiciar los acuerdos venía unido a la necesidad de crear un clima político propicio para el entendimiento, un clima donde era esencial no echarse en cara las interpretaciones del pasado, no exigir cuentas por lo ocurrido, no aprovechar el proceso para poner en su sitio a verdugos y víctimas. De alguna manera se asumió que la historia de España había sido suficientemente trágica como para no repetir un combate fratricida. Este esfuerzo por no repetir los errores del pasado iba unido a la necesidad de recordar para mejor olvidar; no era el momento de pedir cuentas, de debatir sobre quienes tenían razón y quienes estaban equivocados, o dicho de otra manera quienes tenían credenciales democráticas y quiénes venían de la dictadura. Los constituyentes subordinaron muchas cosas para alcanzar el consenso porque conocían la historia de España y creían que la desmemoria era la mejor manera de evitar la repetición de los peores momentos de esa misma historia.
Es comprensible que los que actuaron de aquella manera se lleven las manos a la cabeza cuando se les reprocha que permitieran que la aprobación de la amnistía y la amnesia sobre el pasado fueran unidas. Ellos eran muy conscientes de lo que querían, de lo que querían los otros y de lo que al final resultó. Y estaban orgullosos del consenso alcanzado. El miedo a un golpe militar (que se produjo aunque fracasara el 23 f del 81), la desestabilización provocada por el terrorismo de ETA y la división interna de la derecha política española provocaron que este designio de recordar para olvidar mejor, de echar al olvido los agravios padecidos, de no remover el pasado, fuera el criterio fundamental de los gobiernos de Felipe González.
Es esa la razón por la que considero que ese espíritu de la transición dura hasta el final de aquellos catorce años de gobierno. Bien es cierto que el esfuerzo por no remover los demonios familiares iba unido a la ilusión de encontrar en Europa la gran solución a todos nuestros problemas pretéritos y futuros. Es esta la razón por la cual fue el joven Ortega el filósofo de referencia durante aquellos años. Se trataba de vertebrar la nación, de realizar el papel que había sido incapaz de llevar a cabo la débil burguesía progresista; se trataba de consolidar la democracia, subordinar el poder militar al poder civil y conseguir la integración en Europa. Rememorando al joven Ortega los problemas de España, de su identidad siempre compleja y fracturada, acabarían siendo resueltos-disueltos en un ámbito supranacional, en la entonces denominada Comunidad económica europea.
Y el hecho es que si nos situamos a la altura de 1986 la desaparición de las dictaduras en Portugal, en Grecia y en España se había producido sólo una década antes y por fin lográbamos una vinculación al proyecto europeo en un momento donde todo eran parabienes si comparábamos la situación con la trágica historia de los españoles en los años treinta. La transición había sido ejemplar, y aquella España que tanto impresionaba a Gerald Brenan de anarquistas y carlistas dispuestos a vencer o morir; aquella España trágica, estaba definitivamente enterrada en el pasado. La modernización económica provocaría el prodigio de vivir sin identidad, sin raíces y sin querellas con el pasado. Sólo los hombres y los pueblos que saben olvidar- se repetía una y otra vez- son capaces de alcanzar sino la felicidad, al menos la estabilidad política.
II.- LA QUERELLA ENTRE LOS NACIONALISMOS (DOS MEMORIAS EN PUGNA)
El final de los gobiernos del PSOE se produjo en un contexto de ruido y furia con procesos judiciales abiertos, acusaciones de corrupción y una fuerte deslegitimación de la política. No se criticaba tanto las políticas realizadas (fueran éstas la política económica que había provocado fuertes tensiones con los sindicatos; o la política exterior que había ocasionado fuertes conflictos con los movimientos pacifistas con motivo de la permanencia de España en la OTAN) cuanto la perdida de legitimidad de la política misma.
El PSOE tardaría años en recuperarse de aquel final tan aciago de los gobiernos de Felipe González. Entre tanto el Partido Popular se encontraba con la paradoja de que no podía desarrollar su programa porque no tenía mayoría absoluta, porque tenía un pacto parlamentario con los grupos nacionalistas. El pacto se mantuvo toda la legislatura de 1.996 al año 2.000 pero, más allá de los acuerdos parlamentarios, algunos sucesos muy relevantes revelaban que no era posible seguir con la política de creer que la modernización económica provocaría la resolución de todos los problemas sociales y que la integración europea resolvería todos los problemas nacionales.
Todo cambiaba porque en la propia Europa se reconocían Estados como Croacia, porque Yugoslavia se desmembraba, porque Chequia y Eslovaquia se separaban y porque los nacionalismos periféricos empezaron a pensar que había que producir una segunda transición. El acuerdo entre el PNV, CIU y el BNG en torno a la llamada Declaración de Barcelona dibujaba un horizonte claramente confederal donde la aspiración máxima de los nacionalistas volvía a aparecer: toda identidad cultural implicaba una identidad nacional que a su vez exigía- para poder realizarse en plenitud- tener un Estado propio.
Ese planteamiento confederal remitía a una lectura de la historia donde lo decisivo era enfatizar el conflicto entre el centro y la periferia y subrayar que esa era la fisura fundamental en la historia de España. Ante ese proceso de reafirmación de los nacionalismos periféricos el nacionalismo conservador español reaccionó elaborando una lectura alternativa de la historia de España. Las naciones sin Estado, a juicio de los conservadores, no eran naciones sino regiones y la historia de España mostraba la existencia de una nación antigua y venerable (algunos hablaban de 3.000 años; otros más modestos sólo de 500) que no estaba puesta en cuestión.
Uno podía visitar el museo de historia de Cataluña y contrastar la interpretación que allí se daba de la historia de España con las exposiciones sobre Canovas, Sagasta, Maura que iban realizando los gobiernos del Partido Popular. El tema de la memoria había vuelto a adquirir una enorme dimensión en nuestras vidas hasta el punto de que eran muchos los que comenzaban a alarmarse y clamaban por dejar de hablar de esencias nacionales y comenzar a tratar los auténticos problemas de los españoles. Era una pretensión loable pero vana porque era mucho lo que no se había debatido en la ejemplar transición española y eran muchos los ejemplos foráneos que mostraban que las heridas no cicatrizan bien si no somos capaces de mirar con claridad al pasado.
Durante años la izquierda prefirió rehuir el combate; la transición estaba bien como estaba, la necesidad de echar al olvido las querellas del pasado había sido un acierto y no era bueno volver y volver sobre los agravios sufridos; los hijos y nietos de las víctimas de la represión franquista debían saber que todavía no tocaba, que todavía no era el momento, que la democracia era demasiado frágil y era preferible no tocar los cimientos si queríamos consolidar la constitución del 78.
Ese fue, y todavía sigue siendo, el discurso que se repite en los aniversarios constitucionales pero cada vez es cierto que con una voz más desfalleciente porque las querellas del pasado han vuelto al presente y ya no cabe esquivar el problema.
III.- LA LLEGADA DE UNA NUEVA GENERACION.
La querella entre los nacionalismos, entre el nacionalismo español conservador y los nacionalismos periféricos, fue subiendo de tono en la segunda legislatura de José María Aznar. Subió de tono porque Aznar, tras alcanzar la mayoría absoluta, pensó que era el momento de desarrollar su propio programa político. Un programa en el que era esencial la renacionalización de España. Aznar pensó que esa tarea sólo la podían desarrollar las fuerzas liberal-conservadoras porque dada la distancia electoral con el partido socialista (hablamos del año 2.000) habría gobiernos del Partido Popular por mucho tiempo en España. Fue animado a esa labor por muchos intelectuales que vieron en el líder popular a un político capaz de enfrentarse a los nacionalismos, sin complejos, sin estar preso de las políticas, a su juicio, complacientes de los gobiernos socialistas. Se fue así construyendo una extraña mezcla en el mundo de la derecha política e intelectual entre liberales que abominaban de todo nacionalismo y bebían en la doctrina de Vargas Llosa y neocatólicos que consideraban que la única identidad nacional consistente se fundaba en recuperar las raíces cristianas de Europa y la catolicidad esencial de España. Unos leían a I. Berlin, otros se inspiraban en Ratzinger y no faltaban los que consideraban que era imprescindible volver a actualizar las ideas de Menéndez y Pelayo.
Cuando llega la generación de Zapatero a la dirección del PSOE se encuentra con ese clima: tanto los nacionalismos sin Estado como el nacionalismo de Estado han ido afianzando sus posiciones; no están a la espera, tienen un plan de futuro.
Y se encuentra igualmente con la sorpresa de que lo que funcionó en los años ochenta ya no funciona. Ya no cabe seguir pensando en que la modernización económica resolverá todos los problemas sociales, como si la sociedad fuera un mercado, ni cabe seguir soñando con que nuestros problemas de identidad se resolverán disolviéndonos en Europa. Hay que apostar por un proyecto de futuro porque son muchos los colectivos que están a la espera de una nueva definición de la identidad nacional.
Están a la espera los que consideran que ahora sí toca reivindicar a las víctimas de la dictadura. Es la generación de los nietos que quiere conocer el paradero de sus abuelos y quiere que se haga justicia. Esta primera demanda choca con la lógica de la transición que trataba de echar al olvido, de no remover las querellas del pasado, de recordar para enterrar todos aquellos terribles sucesos.
Están a la espera los que contemplan preocupados unos, esperanzados todos, pero en cualquier caso todos expectantes, cómo va a evolucionar la identidad de un país que ha llegado a tener más de cuatro millones de inmigrantes y no sabe como gestionar la pluralidad cultural y religiosa. No ha acabado de resolver los problemas de la laicidad, no ha sido capaz de renegociar los acuerdos con el Vaticano para afianzar la laicidad del Estado y se encuentra con la necesidad de integrar a unos trabajadores que tienen sus valores, sus recuerdos, sus expectativas, y quieren preservar un sentimiento de identidad propio.
Y, por último, están a la espera los que tienen una visión distinta de la nación española, los que piensan que es imprescindible avanzar en el camino del Estado federal. Un avance que implica resolver de una vez por todas el problema del terrorismo; dar el reconocimiento que merecen las víctimas de ETA, pero que exige a la vez comprender que una España plural no tiene futuro fomentando un choque irreductible entre los nacionalismos.
IV TRES LECTURAS DE LA HISTORIA.
La transición ejemplar es historia porque los procesos de gestión del pasado se han dado en Sudáfrica, y en Chile, en Uruguay y en Argentina. No se puede pensar que la democracia española pueda pervivir sin saber realmente todo lo que ocurrió en los años de la dictadura cuando han pasado más de setenta años de aquellos hechos.
Pero hacer las paces con el pasado no es suficiente. Es imprescindible un proyecto de futuro. Un proyecto que sólo se puede basar en el acercamiento entre posiciones hoy dispares porque si hay algo que ha quedado claro es que en España no hay una memoria compartida. Hay al menos tres memorias en pugna que luchan por hacerse con la hegemonía del mundo cultural y emocional. Existe la memoria alimentada por los nacionalismos periféricos que tratan de reducir la historia de España al conflicto entre España y Cataluña, o entre España y Euskalerria; existe la España eterna que trata de revivir sus pasadas glorias y mostrar que ni la Contrarreforma fue tan mala, ni la Inquisición fue tan negativa ni la Restauración fue un régimen oligárquico.
Pero existe también otra historia, otra memoria, otra identidad. Es la identidad de la España republicana, laica, federal, de la España que fue abandonada por las democracias europeas por temor a Hitler, de la España que perdió una guerra que era anticipo de la segunda guerra mundial. Es la España que volvió a ser abandona a su suerte, a su desgraciada y terrible suerte dictatorial, al imponerse los dictados de la guerra fría y no permitir que la España derrotada se incorporara a las democracias que habían triunfado sobre el nazismo.
En aquella derrota del 39 y en aquella segunda derrota del 46-48 están las raíces últimas de esta imposibilidad de tener una comunidad de memoria compartida.
Estoy convencido de que si hubiera fructificado el pacto entre Prieto y Gil Robles en los años cuarenta todos los valores del antifascismo (que estaban inspirando los procesos de reconstrucción de la democracia en Francia y en Italia) hubieran cuajado en nuestro país. Todavía estaba cercana la experiencia republicana y era posible una continuidad de memoria, de relato, de proyecto de nación.
Al impedir esa opción los intereses estratégicos norteamericanos con el aval decisivo del Vaticano se fue consolidando el régimen dictatorial hasta la muerte del propio dictador. Al realizar la transición llegando a un acuerdo los reformistas de dentro del régimen franquista y los políticos de la oposición fue imposible articular un relato del pasado compartido por todos. Cuando se habla irresponsablemente del patriotismo constitucional habermasiano se olvida que éste se basa en una defensa de los valores democráticos frente a los valores que habían inspirado los principios del nazismo, se basa en no olvidar bajo ningún concepto Auschwitz.
En nuestro país se sigue pensando que a lo sumo corresponde elaborar un discurso de equidistancia entre los dos bandos de la guerra civil, donde quepa repartir responsabilidades entre unos y otros, dado que atrocidades hubo en los dos lados.
Esta equidistancia no ayuda a comprender lo que realmente ocurrió e impide que muchas personas de las jóvenes generaciones, personas que abominan moralmente de lo ocurrido en los campos nazis (que se sienten concernidos e interpelados por películas como El Pianista o la Lista de Schindler) puedan siquiera imaginar que un Presidente del gobierno de su país haya estado preso en uno de aquellos campos durante más de cinco años. He hecho en muchas ocasiones la experiencia en cursos universitarios y son muy pocos los que conocen el dato, muy pocos los que saben quien era Francisco Largo Caballero y los padecimientos que sufrió.
Y es aquí donde está la dificultad. No hay país que pueda elaborar su proyecto de futuro sin recordar el pasado. Es evidente que estas reelaboraciones son selectivas, que las políticas de la memoria son cosa bien distinta que la memoria individual del testigo, que los grandes relatos son distintos a los pequeños detalles, aparentemente insignificantes, que recuerdan las víctimas o que éstas transmitieron a sus deudos.
Todo relato implica recordar y olvidar, seleccionar y jerarquizar, valorar y excluir. Durante muchos años se ha impuesto el discurso de que la forma de evitar el debate se funda en afirmar que el proceso de transición fue ejemplar porque supo olvidar, porque supo distinguir entre lo esencial y lo accesorio, porque sabía, por ejemplo, que lo prioritario era elegir entre dictadura y democracia y no plantear si era preferible la monarquía o la republica.
Fueron muchos los que consideraron que ese era el único camino posible; fueron también muchos los que pensaron que había que hacer de la necesidad fáctica virtud ética y que por tanto las renuncias no eran tantas y estábamos ante el mejor de los regimenes políticos posibles. Hoy ese modelo ya no sirve para construir el futuro. Hoy es imprescindible reconstruir la razón democrática de la España republicana, laica e ilustrada y es imprescindible porque si no lo hacemos los vientos liberal-conservadores por un lado y las derivas etnicistas por otro llegarán a convencernos de que Manuel Azaña realmente nunca existió, que sólo es posible elegir entre los herederos de Canovas del Castillo o de Sabino Arana. Los que cada vez nos sentimos más azañistas no podemos ni debemos consentir esa dicotomía que consideramos nefasta. Tenemos pues que reavivar nuestra propia memoria para reafirmar una identidad de futuro.
Insisto mucho en esta recuperación del pensamiento azañista porque pienso que corremos el peligro en la izquierda de perdernos en una multitud de memorias específicas sobre los sucesos ocurridos sin tener en cuenta el diseño global. Bien están todos los libros acerca de cada uno de los acontecimientos sean éstos octubre del 34, la primavera del 36, los conflictos de mayo del 37 o el final trágico de la guerra en marzo del 39. Es importante conocer en profundidad los motivos de aquellas querellas desgarradoras entre socialistas, comunistas y anarquistas; debemos recordar las desavenencias entre los principales líderes y estudiar las memorias donde se recogen los distintos testimonios. Todo ello nos ayudará a evitar una imagen idílica de aquellos trágicos años.
Pero realizada esa labor, y sin esperar a que algún día concluya porque por su misma naturaleza nunca concluirá , hay que saber reconstruir el hilo principal y recordar cuáles eran los principios esenciales del proyecto republicano ; sólo así podremos volver a pensar la cuestión catalana, y la cuestión religiosa, la forma de Estado y la política internacional, con el suficiente sosiego y la suficiente distancia para rememorar la España que pudo ser, esa España tan distinta a la de la restauración canovista y tan distinta también a la forma de entender la nación de un Sabino Arana.
Es esa España republicana que supo recoger lo mejor de la revolución francesa pero comprendió también que la hora del jacobinismo había pasado, que la causa de los liberales españoles y de los nacionalistas catalanes era la misma porque era la causa de la libertad, porque no volvería a haber reyes Borbones, como decía Azaña, que acabaran con la libertad de Cataluña ni con la libertad de los españoles. Esa España también existió y merece ser recordada y revivida si queremos que una España laica, plural, incluyente y federal tenga futuro. Es en esos valores del republicanismo donde podemos, y a mi juicio debemos, fundar una memoria realmente democrática.
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