Para cualquier observador medianamente crítico con la realidad que le
rodea, el estado actual de la sociedad que le es más próxima debe causarle un
cierto desasosiego. La relativización de cuestiones tan importantes como el
futuro de las generaciones venideras relacionado con la perdida ( hurto o robo,
pues no está claro que, siendo hurto, entendido como sustracción sin violencia,
no podamos entenderlo como “robo con fuerza” al ser evidente el ejercicio de la
fuerza legitimada por las estructuras institucionales bajo el dominio de las
“elites) de derechos sociales y económicos, la “miserabilización” progresiva de
capas que hasta no hace mucho creían “intocable” su estatus social, la
aceptación de las desigualdades, en definitiva, nos dibuja un panorama social
más que preocupante.
Los cambios que nuestra sociedad más próxima ha sufrido en los últimos
años nada tienen que ver con la situación de mala calidad del sistema que
creemos como “normal”, o lo que es los mismo; la democracia no ha sufrido en
ese entorno más cercano ninguna variación cualitativa pues nunca tuvo una
calidad por encima de la media. Esos cambios se refieren a la perdida de un
imaginario colectivo fundamentado en creencias y no en hechos. La democracia,
entendida como sistema de gobierno abierto y participativo no ha existido como
tal. En todo caso podríamos hablar de una democracia emotiva dirigida por
evidencias claras de manipulación (mediática, institucional, social, etc.).
Pero los cambios son, para ese observador crítico, evidentes por su
constatación: la pobreza, entendida como mera supervivencia en lo material y lo
moral. Pero se dan otros cambios que son menos perceptibles y que son los que
ponen en riesgo la supervivencia de la sociedad o que, en mi opinión, avanzan en
la interesada desestructuralización de la sociedad sin encontrar ni freno ni
cuestionamiento por parte de estructuras que tradicionalmente se habían
posicionado frente a la simplificación: los partidos políticos ( principalmente
los de izquierda, tanto de tradición comunista como socialdemócrata).
Un ejemplo del empobrecimiento cultural y la desestructuralización es la
situación de la educación, o más bien, de lo que me gustaría denominar,
formación reglada ( el término educación es, demasiado amplio como para definir
el actual sistema).
Junto al empobrecimiento de un sistema tradicionalmente sacudido por
múltiples e inconcretas reformas ( por lo inconcreto de sus objetivos) nos
encontramos con la pérdida del único elemento que ponía un punto de sensatez en
el atribulado mundo de la educación pública: la supresión de educación para la
ciudadanía. Evidentemente, la supresión de ésta incipiente asignatura por parte
del actual Gobierno viene precedida por un debate manipulado y tergiversador de
la realidad objetiva de dicha asignatura. Un debate en el que la alianza de las
sempiternas fuerzas “orgánicas” que subsisten en nuestro País, han logrado
arrastrar al terreno de lo emotivo a los argumentos racionales que impulsaron
la institución de la educación para la ciudadanía.
Pero, realmente, la valoración que de la desaparición de educación para
la ciudadanía hace la sociedad es prácticamente nula. Evidentemente otros
retrocesos y empobrecimientos más directos ( directos a la supervivencia)
condicionan las opiniones y las posibles críticas. Pero, lo sorprendente, es
que, ni desde el partido que impulsó la asignatura, ni desde los movimientos
sociales que se organizan en torno a la sociedad como “nuevos” instrumentos de
participación crítica, existe una rebelión contra lo que, en mi opinión, supone
la piedra angular del futuro de nuestra sociedad: la ignorancia social.
Una sociedad, a la que se la forma académicamente pero a la que se le
sustraen los instrumentos racionales para la conformación de opiniones críticas
se convierte, progresivamente ( si ya no lo es, porque el deterioro ha sido
histórico) en una sociedad ignorante, y por lo tanto, manipulable.
El que no se esté denunciando, desde posiciones pedagógicas sociales y
políticas la necesidad, no solo de recuperar, sino de profundizar desde la
trasversalidad de la asignatura de Educación para la Ciudadanía en el
proceso educativo, me parece grave y preocupante (aunque el observador crítico
no alcance a visualizarlo debido a los condicionamientos económicos que se
anteponen a cualquier análisis). Es, como si existiera una opinión generalizada
y presuntamente aceptada de que el futuro será, sin remedio, de ignorantes manipulables, aunque
técnicamente formados.
La supresión de materias artísticas, de materias reflexivas (música,
arte, filosofía…) indica con claridad que los objetivos de la superestructura
(en el sentido marxista) es crear ideario colectivo basado, por un lado, en la
asociación para el ocio, y por otro en la aceptación de cualquier violencia que
el estado ejerce o pueda ejercer ( el terror económico lo es) como algo normal.
La supresión de la asignatura de Educación para la Ciudadanía ha sido un
acto de violencia que debe sumarse al resto de actos violentos que el gobierno,
en nombre de la “necesidad” ha ejercido, está ejerciendo y ejercerá contra una
cada vez más desfragmentada sociedad. La transformación de un pueblo en una
informe masa de clientes y consumidores se formaliza con cada medida, con cada
ley, con cada información que emana de los órganos de poder y sus medios de
creación de opinión. Si ese es el futuro que estamos aceptando ( no es que
queramos o no; es que simplemente se acepta), la herencia que vamos a dejar a
las generaciones que nos preceden va a condicionar su vida de forma peligrosa.
Si no existe un inicio de rebelión democrática ( entendida como supeditación de
las instituciones a la voluntad popular) de forma urgente, la emergencia de la
sociedad de la estupidez ( del ocio y el consumo acrítico como paradigmas del
bienestar) será una realidad que no podremos frenar.
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