Una de las características
de la sociedad en la que vivimos ( definida por algunos autores como pos
moderna y por otros de la “hipermodernidad) son, por un lado, el individualismo,
el hedonismo y, lo que en mi opinión es más difícil de asumir, la aceptación de
las desigualdades. La sociedad, de forma mayoritaria concibe las desigualdades
sociales como algo “normal”, algo que ha pasado a formar parte de la cultura de
la pobreza en la línea de la definición que el antropólogo Oscar Lewis (entre 1961 y 1966)
cuyos aspectos básicos eran: odio y del gobierno, cinismo frente a las creencias, fuerte
orientación hacia vivir el presente (en busca de un hedonismo con efecto
placebo en lo social) y escasa o nula planificación del futuro. Lewis afirma
igualmente que la cultura de la pobreza ( en su transmisión como parte de ese
ideario colectivo que pasa de generación en generación) “suele perpetuarse
pasando de padres a hijos, con lo que las nuevas generaciones no están psicológicamente
preparadas para aprovechar las oportunidades que pueden surgir a lo largo de la
vida ( apunta en su estudio que un 20% de pobres tienen asumida la cultura de
la pobreza y el 80% restante, a pesar de vivir en condiciones
infraestructurales no están condicionados por los factores psicológicos que
encierra ese tipo de cultura).
No obstante
y a pesar de que esta cultura se impone, estoy de acuerdo con Marvin Harris en que el
estudio adolece de la proyección socio política necesaria para entender un
sistema, donde la desigualdad se hace “inevitable” para un sector determinado,
pretendiendo que ésta inevitabilidad sea asumida como un hecho natural y no
como un hecho político y económico.
¿Con esta
reflexión, que quiero plantear?. Sencillo: la sociedad pos moderna, la que como
perversa característica tiene la aceptación ( fruto de una imposición económica
y cultural) de la realidad social y económica como un hecho inevitable. La que
vive resignada a causa de la ausencia de unos principios y valores que el mismo
sistema que les condena suprimió (sustituyéndolos por otros digamos, más
aceptables para los que se sitúan socialmente en un nivel superior)tiene ante
si, únicamente dos opciones: o continuar el camino impuesto(resignación), o
empezar a caminar por otro diferente (rebelión, entendida como actitud
personal). Esta cuestión debería centrar el trabajo político y sociológico
orientado a devolver progresivamente a las amplias capas sociales que componen
en la actualidad la mayoría resignada, ese elemento de cohesión que es la cultura
propia y compartida; donde el valor de la solidaridad, el apoyo mutuo y la
empatía sustituyan al individualismo y el hedonismo. Donde el valor de la
justicia social vuelva a ser el vagón de enganche de cada día más en la
construcción de una alternativa a la “inevitabilidad”.
Es por tanto
responsabilidad de todos los que actuamos, en alguna medida, en el campo de la
política o la opinión social, insistir en que el discurso perverso de la “inevitabilidad”
puede y debe ser enterrado empezando, por un proceso de reflexión personal,
preguntándose cuestiones como: ¿me importa la sociedad en la que vivo, me
importa la sociedad en la que van a vivir mis hijos?. Quizá, desde esa actitud,
en principio individualista, podamos empezar a pensar que la cultura que nos
domina y nos oprime es el problema ( y con ella, todo aquel estamento social,
político y administrativo que sirve a ese propósito), y que tenemos opciones
para cambiarlo y ponerlo al servicio de los intereses colectivos y, sobre todo,
al servicio de un futuro donde nuestros jóvenes no tengan que emigrar ( si no
es voluntariamente) para poder vivir con un mínimo de dignidad.
Y para
concretar ese cambio, esa transformación cultural, los instrumentos con los que
contamos son, o los que el sistema nos ofrece, o los que podamos crear. Los
primeros, ocupados por ese subsistema endogámico de intereses personales que
utilizan las estructuras partidistas para su propio beneficio; los segundos,
difíciles de concretar, máxime si tenemos en cuenta la atomización social y la
primacía de ese hedonismo al que hacía referencia, incluso, como un “nuevo
instrumento de cierta cohesión social” ( fiestas, celebraciones, etc). Por
consiguiente, ¿Cuál es la solución propuesta? (toda reflexión debería conllevar
una propuesta): sustituir la queja permanente sobre la “inutilidad” de las
estructuras de partidos ( esa crítica y queja no van acompañadas de una actuación
sobre la situación que consideramos el problema, sino de un cómodo olvido) por
una toma, por una ocupación social de esas estructuras partidarias que, en el
caso de la izquierda ( el que personalmente me preocupa) han sido hurtadas a
sus legítimos propietarios: los y las trabajadores y trabajadoras. Por ello, tomemos
los partidos de izquierda y, desde la crítica, resolvámosla con una implicación
personal que convierta esos instrumentos, nuevamente en colectivos y, por lo
tanto, útiles a los intereses de clase (y aquí tendríamos que volver a lo
enfrentarnos a la cultura de lo inevitable que nos impone resignación y, por lo
tanto, pérdida de conciencia): de la clase trabajadora (empleados, parados, jóvenes…
todos y todas somos clase trabajadora pues lo único que tenemos es nuestro
trabajo para subsistir.
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