La
legalidad institucional ampara las agresiones de la derecha gobernante. Estas
agresiones son definidas por ellos y sus plataformas informativas ( medios
creadores de opinión, que no medios de información) como medidas necesarias
ante la “herencia recibida” (manido argumento, aunque poco creíble, que utiliza
la derecha para justificar su ataque al tímido y escaso estado de bienestar).
Otro de los argumentos o justificaciones ( más argumento) es la legitimidad del
gobierno por el apoyo recibido en las
urnas, entendiendo y reduciendo la democracia a un acto de delegación sin
posibilidad de revisión ni control a lo largo del mandato legal.
Volviendo
a la legitimidad, creo necesario decir que, si no contamos con casi el 40% de
abstención, la legalidad del 43% obtenido no es dudosa, pero si incluimos esa
abstención, y a ella le sumamos los votos en blanco y nulos, la legitimidad es
más que cuestionable. No obstante, sea el 43% o sea el 30% ( porcentaje en
función del total de ciudadanos y ciudadanas con derecho a voto, emitido o no,
en función de la libertad individual de ejercer ese derecho, pero que vive y
sufre) la pregunta es, en mi opinión, clara: ¿puede un 43% imponer sus
criterios y políticas al 67% restante?. La respuesta, en el marco legal de
nuestro sistema electoral es claro: si, puede.
Resulta,
a la vista de los datos, que el sistema electoral español es
claramente injusto, no ya con las minorías, sino con todo aquel que no consiga
gobernar en mayoría. Una necesidad urgente, en beneficio de la legitimidad es
modificar el sistema electoral para impedir, por ejemplo, la posibilidad de
mayorías absolutas, algo que indudablemente beneficiará a la mayoría de la
sociedad ( por no hablar de avanzar hacia un sistema más plural que permitiese
la presencia en las instituciones de un número mayor de organizaciones políticas
y ciudadanas).
Otro
aspecto que debería introducirse en la legislación electoral ( siempre desde mi
opinión), es el control periódico de la ciudadanía. Evidentemente para ello, es
preciso que el escenario de elección se modificase, introduciendo, por un lado,
el contrato social electoral concretado en el programa electoral, y por otro,
las listas abiertas para identificar la responsabilidad directa del mandatado
respecto a la ciudadanía que le mandata. Paralelamente y unido a éste último
aspecto se debería introducir la revocabilidad de los cargos públicos ( en la
Ley Orgánica de Libertad Sindical ya se
establece la revocabilidad de los delegados electos), algo que, con la construcción
legal necesaria ( para impedir ajustes de cuentas), propiciaría un verdadero
compromiso entre la ciudadanía y sus mandatados.
Evidentemente,
uno empieza cuestionando la legitimidad de la toma de decisiones y acaba en la
necesidad de reformar nuestro marco electoral como una medida urgente. El
desapego de la ciudadanía, además de por haberse constituido los partidos en
verdaderos sindicatos de cargos públicos, creando una superestructura por
encima de la ciudadanía, por la corrupción y por otras cuestiones, debe
buscarse en la ausencia de identificación del ciudadano con sus mandatados a
los que, ni puede controlar, ni puede modificar su estatus pese a los
incumplimientos de los compromisos electorales. Y el resultado del desapego, en
un marco de ausencia de ideologías claras es un terreno abonado para la extrema
derecha y los movimientos neofascistas, algo que a los partidos políticos herederos directos de ideas de justicia social e igualdad como base de la libertad, tendría que provocarles una seria y urgente reflexión, más allá de los intereses coyunturales que les condicionan y supeditan a comparsas del sistema al que en origen deseaban transformar.
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