Los términos de vieja o nueva
política están siendo usados en el discurso, fundamentalmente de los
denominados partidos emergentes. Con ella parecen querer establecer una línea
divisoria entre el antes y después de su irrupción en el mapa electoral pero, considero
que la terminología puede ser vacua o no, en función del contenido que ésta
tenga, más allá de lo mediático que pueda ser su uso.
La crisis que sufre la sociedad
no es únicamente económica, que lo es; se puede afirmar que es una crisis de
legitimidad, pero no únicamente de representatividad, sino de algo más
profundo: legitimidad moral, al ser incapaz el sistema de dar respuesta a las
exigencias de una cada vez mayor parte de la sociedad. Ya no es suficiente con
ejercer el voto cada cuatro años; ya no se considera “normal” el estatus de una
clase política que ha practicado la desafección respecto de la ciudadanía: la
sociedad pide regeneración, y ésta no se trata solo de luchar contra la
corrupción, que hay que hacerlo, sino de situar la política en el marco de una
mejor y mayor democracia.
Un rasgo definitorio de la vieja
política es, en mi opinión, la ambición o el objetivo de los partidos
tradicionales de sumar lo que eufemísticamente denominan mayorías estables;
realmente el objetivo tácito de éste eufemismo es conseguir un cierto tipo de
hegemonía que permita seguir ejerciendo la dominación legal sobre
representantes minoritarios y, por ende, sobre la sociedad. Lo legal y lo
legítimo se entrelazan, construyendo un continuo en la estrategia de los
partidos que se reclaman como los llamados a “liderar”. Esta apelación al
liderazgo, entendido como consecución de un estatus institucional, se refiere a
cuestiones matemáticas y no, como exige la ciudadanía, a la legitimidad política.
Como ejemplo podríamos poner los reiterados llamamientos a la legitimidad que
realizan los partidos más votados de entre los menos apoyados en las urnas para
encabezar gobiernos de cambio: el cambio debería iniciarse con un nuevo
discurso basado en la participación en sustitución del liderazgo; un discurso
en el que la responsabilidad colectiva de la pluralidad sustituyese a las
estrategias que han definido la vieja política de sumar votos para ejercer la
dominación representativa.
Unido a lo anterior, encontramos
que, pese a que en el discurso público predominan los llamamientos al “qué”, el
“quién” parece que condiciona sustancialmente el acuerdo. El “reparto” de cargos está sustentado en
demasiadas ocasiones en la excusa de acuerdos programáticos cuando estos no son
más que generalidades y cuestiones que la sociedad ha puesto en la lista de
prioridades del sentido común.
Personalmente considero que la
sociedad ha impuesto, a través de las urnas, una premisa nueva como cimiento de
una nueva política: pluralidad frente a liderazgo; dialogo frente a reparto de
áreas de poder. Si no se es capaz de realizar esta lectura, la vieja política
habrá triunfado, aunque los argumentos intenten construir una opinión
diferente.
Pero la nueva política pasa,
principalmente por una premisa ética: la humildad. Virtud entendida como
reconocimiento de los errores propios y de las virtudes del otro. La nueva política
exige compromisos con el desarrollo de la democracia más allá de medidas
estrella: la cesión de poder a la ciudadanía es un requisito sin el cual no
habrá nueva política aunque si nuevos discursos construidos con objetivos
partidistas.
Creo que, sin ser nadie
imprescindible y siendo todos necesarios, la responsabilidad colectiva debe
imponerse para llegar a ese objetivo de cambio que muchos expresaron en sus
respectivos compromisos electorales.
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