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EL HERMANO PEQUEÑO DE RECUPERANDO IDEAS.

lunes, 13 de enero de 2014

¿SOMOS APOLITICOS?

Uno de los grandes logros del neoliberalismo imperante ( desde la política hasta las relaciones entre las personas, pues uno de los fines del sistema fue y es potenciar el individualismo como valor primordial e imperante no solo en lo referente a lo económico, sino incluso en las interrelaciones personales) ha sido la anteposición de los pseudovalores ( individualismo, egoísmo, consumo en función de necesidades impuestas y no de las reales) a los valores colectivos ( apoyo mutuo, solidaridad, justicia social). La desideologización, como acto de liberación tendente a conceder el pleno y libre albedrío del individuo, ha sido otro de los pilares sobre los que se ha construido la sociedad que actualmente sufrimos. El franquismo, herencia de la que no nos hemos liberado ( en su contenido más sutil de moldear la voluntad popular sobre las bases del miedo en multitud de aspectos sociales, económicos e incluso espirituales), influyó en la construcción del actual sistema político que, según los insignes próceres, “ha sido uno de los mayores logros de la transición” ( inmodélica, incompleta, tutelada). Pero lo que realmente se logró, pese a las concesiones limitadas ( libertad de opinión, que de nada sirve si la parte “mandataria” no tiene la voluntad o la obligación de escuchar; la libertad de expresión, limitada y manipulada por los medios de información al servicio de determinados intereses económicos; libertades y derechos formales, que ya en nuestra constitución formaron parte eufemísticamente de la parte dogmática siendo en la actualidad los referentes a derechos sociales y económicos poco menos que papel mojado) fue garantizar la pervivencia de un régimen de representación indirecto y autocontrolado por los propios designados como “mandatarios”. Esto alejó desde un principio a la ciudadanía de los asuntos públicos, dirigiéndola de forma clara a la conformación de una sociedad de consumo donde los derechos de ciudadanía han sido sustituidos por derechos de “consumidores” o de “clientes” o de “contribuyentes”, eufemismos empleados para consolidar el papel gregario de la sociedad civil frente a la superestructura institucional.
De ahí, el sentimiento de hastío de la sociedad hacia la nueva clase surgida ( aunque únicamente era continuadora): la clase política ( nueva estructura de élites surgidas de lo que hoy llamamos partitocrácia, a los que Luis G. Llorente denominó, después de la deriva oportunista encabezada por Felipe González, “sindicato de cargos públicos”).
Decir hoy que se es apolítico es integrarse de forma voluntaria y sumisa en esa “mayoría silenciosa” de la que tanto se vanaglorian los mandatarios gubernamentales: esa mayoría silenciosa que, pese a rezongar en la intimidad o en pequeños círculos de opinión de taberna, se quejan amargamente del presente, metiendo en el mismo saco a todos, porque todos son “lo mismo” ( efectivamente, casi todos representan la defensa del mismo sistema económico, y por lo tanto del mismo sistema de valores individuales enfrentado a los colectivos). No obstante, las diferencias históricas deberían servir, si no de guía, si de referente en la necesaria reflexión que la sociedad exige, o al menos pide como "gesto".
Al poder político-económico no le interesa que la población ( no hablaremos de la ciudadanía pues sería un estadio avanzado y comprometido con los valores que la definen) participe, opine y se organice. Lo que interesa a la “estabilidad” y, por ende a los “intereses del estado” ( que ellos se arrogan representar por encima de los intereses de los invisibles: pobres, miserables cultural, social y económicamente…) es una sociedad que acepte el enfoque bidimensional en las cuestiones públicas. Esto es: que los actores disputen políticamente en determinados asuntos e impidiendo esta disputa más allá de los controles establecidos por el poder mismo. Que acepte que la opinión de los mandatarios “siempre” estará por encima de los mandatados, siguiendo los tres componentes fundamentales del poder político: la fuerza, la influencia y la autoridad.
Si nos sentimos apolíticos es porque la influencia de la política de la falsa libertad, de la manipulación y la demagogia aceptada como discurso, ha sustituido nuestra propia capacidad de razonar. Ahí uno de las principales cuestiones para combatir esa “mayoría silenciosa apolítica”: la educación.
Somos tan apolíticos que no nos indigna que a nuestros hijos e hijas les estén condenando a ser como la mayoría de la sociedad actual: ignorantes y, por lo tanto, manipulables, influenciables y utilizables. No nos indigna que los legisladores a los que una pequeña parte de la sociedad con derecho, ha votado ( no nos olvidemos que a esa cacareada mayoría absoluta de la que presumen y que, según ellos, les da la legitimidad, habría que restarle un alto tanto por ciento de votantes silenciosos ,sector que, desde el descreimiento y la negación de su propia responsabilidad, delega sin votar, algo que indirectamente beneficia a los mandatarios cuyo papel ha sido estipulado como alternantes en el poder) tomen decisiones que hipotecan la vida de nuestros hijos y nos sumen progresivamente en la miseria más denigrante: como seres humanos y como seres colectivos.
La mayoría silenciosa que ha puesto de moda el Sr. Presidente del Gobierno y sus correligionarios es un arma peligrosísima en manos de un poder que, lejos de representarnos, nos subyuga y nos condena, eso si: en nombre del interés nacional.
Combatir esa mayoría silenciosa, esa apatía interesada, es uno de los retos que la política tiene. De ahí las voces que exigen un nuevo proceso constituyente, pues implícitamente se considera la actual situación como fruto de un proceso que, sino fracasado, si se considera agotado.
El mantenimiento del apoliticismo basado en la sobrevaloración mediática de la “mayoría silenciosa” como virtud social, ha de combatirse desde las ideas, recuperando el sentido pleno de la democracia como instrumento de participación cotidiana. Desde la influencia de la sociedad, o de la parte más consciente de la misma,  en las estructuras corporativas actualmente negadas incluso a la militancia de número ( no a las élites). Hay que reenfocar los objetivos más allá de las corporaciones transnacionales y desde las necesidades de entes tan fantasmagóricos como los mercados (especuladores) representan el condicionamiento de la decisión delegada.
La practica de la democracia debe ser lo suficientemente dinámica y coordinada ( no manejada en la línea de lograr imponer un criterio o idea en línea de un interés ajeno a lo colectivo) como para ganar progresivamente adeptos y participantes cuyo objetivo no sea, ni integrarse en la estructura partidaria por interés individual, ni defender particularmente la individualidad o lo sectorial frente a lo común. Esa práctica debe partir desde abajo, desde las estructuras más básicas de la sociedad: el barrio, la comunidad de vecinos, la asociación social o cultural.
Evidentemente el resultado no puede esperarse esperanzador desde el primer momento: luchar contra años de silencio y apatía es una ardua tarea cuyo resultado no puede esperarse de forma inmediata. Este objetivo a medio y largo plazo es esa “mirada larga” de la que actualmente carecen las organizaciones tradicionales. Ese trabajo pedagógico que responde a compromisos ideológicos y no a intereses coyunturales o personales.

Desde ahí, podremos mirar hacia delante con un cierto optimismo en la transformación, desde esa sociedad apática y anestesiada por los poderes de persuasión y sumisión, a una sociedad crítica y comprometida. Ese podrá ser el comienzo de un nuevo proyecto, de una ilusión, de un futuro.

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